martes, 26 de noviembre de 2019

¡Viva Cristo Rey!



Acabamos de celebrar la solemnidad de Cristo Rey del Universo. Me parece una buena oportunidad para hablar de este tema e iluminar a la luz del evangelio el sentido teológico de la realeza de Cristo.

Lo primero que hay que decir es que ya desde el Antiguo Testamento a Yahvé se le tiene como el Rey de Israel. La estructura social del pueblo de Israel empezó siendo una Teocracia. Es decir, es Dios el único gobernante del pueblo. De hecho la institución de la realeza en el pueblo es bastante tardía. Antes de tener un rey que les representara surgieron los Jueces, los profetas y hasta los mismos sacerdotes. Todo esto se debía precisamente a que era Dios el único gobernante del pueblo. De entre todos los reyes elegidos fue David quien, a pesar de sus debilidades y pecados, satisfizo a Dios y será uno de sus descendientes quien asumirá un trono duradero y estable. A eso se la llamó la profecía davídica del Mesías.

Con la encarnación del Verbo ocurre algo curioso. En un primer momento quienes le reconocen serán unos “magos de orientes” que, viendo salir su estrella, vienen de lejanas tierras a rendirle pleitesía al Rey de los judíos y a quien descubren en un pequeño pueblo llamado Belén. La figura de Jesús como rey se fue haciendo especialmente en su vida pública. Y esa figura estuvo siempre ligada al reino que predicó y que él mismo inaugura. No existe un rey sin reino y Jesús-Rey no es la excepción. Lo curioso es que Jesús siempre mostró cierto rechazo a que lo nombraran rey y que no es sino a lo último de su vida pública, siendo enjuiciado, cuando afirma con rotundidad ante las autoridades judías y ante el mismo procurador Poncio Pilato que Él es rey. Más aún, es en la cruz donde se le reconoce como rey. Lo hizo el centurión romano (un extranjero) y lo hizo el “buen ladrón” al pedirle que se acordara de él cuando estuviera en su reino.

Cristo es Rey y nos invita a participar de su reino. En la única oración que nos dejó nos enseña a pedirlo con estas palabras: “venga a nosotros su reino”. La pregunta es si quienes decimos seguirlo lo aceptamos por rey o más aún, si somos a no parte del reino que él mismo inauguró. Su reino lo caracterizan ciertos principios irrenunciables. No son negociables ni opcionales esas notas que conforman su reino. El reino de Cristo es el reino de la vida en todas sus dimensiones y para formar parte de dicho reino hemos de convertirnos en defensores de la misma. Mal pudiera alguien que apruebe el aborto, la eutanasia o la destrucción de la naturaleza decir que es miembro del reino que Cristo vino a inaugurar. El reino de Cristo se caracteriza por la justicia y la bondad, para formar parte de su reino hemos de ser justos y bondadosos; es un reino en el que brilla la luz de la gracia y la verdad y en el que no hay cabida para las tinieblas del pecado o la mentira; es el reino de la misericordia y del amor y quien no es capaz de reconocer su condición de pecador y querer rectificar no tiene cabida en este reino. Es el reino de la paz y la concordia, en él no caben los pendencieros y los que apuestan por la violencia.

Pero no seamos ilusos, sabemos que el reino que Cristo inauguró está haciéndose y que aquí no tendrá la plenitud total. Son muchos sus detractores y no pocas veces quienes nos hacemos llamar cristianos, nos convertimos en sus principales obstáculos. Es un reino que hay que construir

cada día y hay que hacerlo desde nuestro interior. Dice la palabra que el reino de Dios está en nuestros corazones, pues bien, hagamos lo posible para que resplandezca y se haga cada vez más patente en nuestro entorno. Empecemos por nuestros hogares y nuestros vecinos y que la llama del amor de Dios se difunda por doquier para que Cristo sea colocado como cabeza de todo cuanto existe. Que viva Cristo Rey.

Pbro. David Trujillo

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