Durante una misa que celebré a unos jóvenes hace poco, una chica me dijo que la religión venía a ser como cuando se introduce un pez en una pecera. Allí se siente cómodo y seguro; es alimentado y protegido, pero carece de libertad. Decía ella que los jóvenes de hoy prefieren el ancho mar. Que no querían imposiciones de ningún tipo; reglas y normas que no hacen más que coartar la libertad de la persona. Decía que estaba cansada de escuchar cosas como: Hay que ir a Misa, debes confesarte, tienes que orar…, que ella no necesitaba de alguien que le mostrara a Dios sino que Dios se encuentra en todas partes y se muestra a todos por igual. Sus ideas ciertamente no son muy originales, ya desde hace mucho se vienen diciendo cosas parecidas. No es mi intención descalificar a nuestra amiguita ni contrariar a quienes piensen distinto. A fin de cuenta la libertad de expresión y de pensamiento es un derecho divino y, ni el mismo Dios nos obliga a creer en Él. Todo este comentario venía porque siempre me ha preocupado la indiferencia religiosa y la apatía espiritual en la que viven muchos bautizados. En un mundo secularizado no es difícil encontrarse con este tipo de pensamientos incluso de quienes estudian en colegios religiosos o de quienes, contradictoriamente, se han servido de la Iglesia y luego despotrican de ella.
Pero mi intención aquí es tratar de desmontar esa alegoría de la religión como pecera que nos coarta en nuestra libertad y que no nos ayuda a pensar por nosotros mismos, sino que manipula e impone una idea distorsionada de Dios. Pretender que el niño o el joven se formen una idea de Dios por sí mismos es ilusorio. Sería tanto como pensar que al niño se le tiene que permitir, desde el primer día de su nacimiento, a tomar las decisiones que mejor considere para sí mismo en lo referente a su alimentación y desarrollo. La figura de la pecera me lleva a pensar en la familia o en el seminario; en la escuela o en la parroquia. Pero más allá de eso, me lleva a pensar en un almácigo o semillero (palabra ésta última de donde proviene la palabra Seminario) en la que las plantas pequeñas se fortalecen y vigorizan antes de ser trasplantadas al terreno fértil. De lo contrario esa planta tendría un futuro incierto.
La persona humana requiere en sus primeros años de vida de alguien que le enseñe a vivir; es necesario que alguien le oriente y le tutele en sus primeros años de vida, pues de lo contario, será un inadaptado social. De eso se encarga la familia en la figura de los padres y demás familiares, la escuela en la persona del maestro y la Iglesia representada por el pastor, los padrinos y los catequistas. Por otro lado, siempre habrá alguien que influenciará en el niño o el adolescente. Es falso que exista la posibilidad de crecer en un mar de libertades en donde se nos ofrecerán los mejores medios para que crezcamos como personas. Para constatar esto basta con que nos asomemos por las ventanas de nuestras casas y nos fijemos en la suerte de aquellos que han crecido en las calles.
La religión puede que se vea como una pecera, pero así también ha de verse la familia y la escuela. Son herramientas queridas por Dios para ayudarnos a adquirir una personalidad suficientemente madura y encausarnos por el camino del bien. Otra cosa es que, como instituciones humanas, no estén cumpliendo con su cometido. En todo caso hay que revisarse continuamente y mejorarlas lo más que se pueda. En este mundo no hay nada acabado ni perfecto, aunque todo es y será perfectible mientras vivamos en él.
Pbro. David Trujillo
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