Eran pasadas las 3 pm cuando me llamaron de la capilla de la Santa Cruz. La persona que hablaba se sentía sobresaltada. De una me dijo: “Padre, se metieron a la capilla”. En ese preciso instante sentí tristeza. Hice las preguntas de rigor, pero la persona con la que hablaba solo estaba llegando al lugar y se negaba a entrar. Me alisté lo más pronto que pude y salí a ver qué era lo había ocurrido. En menos de 15 minutos ya estaba entrando al lugar de los acontecimientos. Estaban dos de las servidoras de la capilla. La cabeza me daba vueltas. No sabía qué pensar. Rogaba para que no se hubieran llevado el Santísimo. Mi corazón latía fuertemente y aún más cuando el sitio donde estaba el sagrario se encontraba vacío. No fue sino después de unos segundos cuando respiré tranquilo al ver el sagrario sobre el altar. Una de las puertas laterales estaba forzada y había cierto desorden en la capilla. El aire acondicionado de la sacristía estaba sujetando la puerta forzada. Pedí la llave del sagrario y cuando abrí allí se encontraban el copón con las hostias consagradas. Respiré profundo y le di gracias a Dios. En una revisión rápida vimos que faltaban los cables, algunos micrófonos, la planta de sonido y los ventiladores.
Ahora mismo, un día después de los acontecimientos, me entero que en la Iglesia de Cumbres de Curumo habían entrado. Allí sí llegaron a profanar al Santísimo. Esparcieron las hostias consagradas por el piso y se llevaron el compón con las hostias no sé con qué macabro propósito. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que, en medio de todo somos “afortunados”. Me quise consolar pensando que lo perdido en nuestra capilla eran cosas materiales y que eso se recupera y caí en la cuenta de algo inaudito. Yo no tengo que agradecerle a Dios porque aquello que nos pasó es menor que lo que a otros les ocurrió o porque pudo ser peor. Me di cuenta que con facilidad nos acostumbramos a lo malo e incluso le agradecemos a Dios el que nuestras desgracias sean menores que la de otros. Me niego rotundamente a ver como normal o incluso a estar agradecido porque la cosa pudo haber sido peor de lo que fue. Eso es como si le agradeciéramos a Dios que quien secuestró a nuestro familiar solo le hizo pasar un mal momento o solo le hizo perder una cantidad de dinero, pero no le quitó la vida. Es que nadie (y menos quienes ostentan el poder) tiene derecho a secuestrar a otro. Me niego a agradecer a Dios cuando me quitan la cartera o el vehículo, pero no me matan. La cuestión es que nadie tiene porqué quitarme lo que me pertenece y lo que tanto trabajo y sacrificio me ha costado adquirir y menos aún atentar contra mi vida. No creo que Dios esté feliz porque nos ocurran cosas “no tan malas” cuando nada malo nos tendría que pasar.
He podido decir que dada la inseguridad del lugar ya la capilla estará cerrada para el culto público con lo cual se castigaría a los inocentes y no se resolvería el problema. Podríamos también maldecir y desear mal a quienes hicieron lo que hicieron con lo cual nos envenenaríamos el alma y tampoco resolvería el problema; también se puede ir a buscar a los ladrones y tomar la justicia en nuestras manos pues para nadie es un secreto que el sistema está corrompido y las autoridades no harán nada al respecto… ¿Qué hacer como cristiano? La respuesta me llegó esta misma mañana cuando el evangelio me invitaba a perdonar y orar por mis enemigos y por quienes me hacen mal. Pero además de eso no me quedaré impasible como si nada ha ocurrido; denunciaré el caso ante la comunidad y las autoridades competentes y tomaré ciertas previsiones para que no me vuelva a ocurrir lo mismo porque perdonar no significa dejarse.
Pbro. David Trujillo
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