La semana pasada hacía una reflexión sobre la Oración y la Justicia. Entre otras cosas decía que el tema principal era la oración y en virtud de ello se nos colocaba una parábola que trataba de la justicia (el juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres). Pues bien, esta semana se nos hablará de la justicia y se nos colocará para reflexionar una parábola que habla de la oración. Jesús nos quiere enseñar la manera en que nos podemos “justificar” ante Dios y para eso recurre a la historia de dos hombres que suben al templo a orar.
Uno era soberbio y se creía perfecto y el otro en cambio no hacía otra cosa que reconocer su pecado. Recuerdo que en mi artículo anterior decía que la justicia divina contrata con el concepto que nosotros tenemos de justicia. Dios es el Justo por excelencia porque solo Él es el todo Santo. Ahora bien, la justificación consiste en que Él nos santifica.
El evangelio termina asegurando que el publicano baja a su casa “justificado”, es decir, perdonado y en comunión con Dios, en cambio el fariseo no. ¿Por qué si el fariseo hace cosas buenas y está convencido que es bueno ante los ojos de Dios no entra en comunión con Dios? Y ¿Cómo es posible que un publicano que es un pecador público y así lo reconoce, baja justificado a su casa? Tratemos de responder a esta pregunta analizando el evangelio.
El fariseo no dice mentiras; es cierto que ayuna y paga el diezmo; es verdad que no era adúltero ni ladrón…, si no queda justificado ante los ojos de Dios se debe a su petulancia y soberbia que lo lleva a creerse mejor que los demás. Es curioso que cuando se habla del fariseo jamás se diga que su oración fuera vocal. Él oraba para su interior; jamás pronunció palabra.
Del mismo modo ocurre con muchos que no lo dicen pero sí creen en su interior que son superiores a los demás. Por lo visto para salvarse no basta con hacer cosas buenas, parece que hay que hacerlas con recta intención. No podemos ser buenos para restregarles a los demás lo malo que son. Eso ya nos descalifica. Pero hay algo peor que alardear de lo bueno que hacemos y es alardear de lo malo y eso viene pasando desde hace mucho. Además, no está bien ir por el mundo convertidos en jueces de los demás. Nada nos da derecho a discriminar y menos a condenar a alguien porque no vive como yo vivo o porque no hace lo que yo hago.
Por otra parte, el publicano termina justificado simplemente porque reconoce su pecado y se acoge al perdón de Dios. Es su arrepentimiento lo que le alcanza el perdón y la santificación. Su arrepentimiento le empuja a dejar la vida de pecado que lleva y lo convierte en un hombre nuevo; su humildad y su deseo de no seguir siendo el mismo hombre de siempre lo ayuda a entrar en comunión con Dios. Aprendamos del publicano a reconocer nuestros errores y a corregir la vida que llevamos.
Pbro. David Trujillo
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