Ahora que se finaliza el año litúrgico en las misas se nos viene hablando del fin del mundo. Estos últimos domingos las lecturas han tratado de este tema. Cuando hablamos del fin pudiéramos verlo en su doble sentido: el fin de nuestra existencia en este mundo que llegará inexorablemente o lo que en teología se conoce como la Parusía que es la segunda venida de Cristo al final de los tiempos.
Sería bueno que nos preguntemos cuál ha de ser nuestra actitud ante lo que es inevitable. Considero que bien podríamos resumirlas en tres.
La primera la conforman aquellos que no creen en una vida después de esta vida. En tiempo de Jesús este grupo era representado por los saduceos. Hoy nos topamos con los que dicen ser ateo. Es decir, no creen en un Dios personal que nos ofrezca la posibilidad de la salvación.
A este mismo grupo se unen los llamados agnósticos que vienen a ser los ateos prácticos o los que “pasan” del tema de Dios. Quienes no se plantean su existencia ni les interesa saber de Él. Considero que son más de cuantos imaginamos. Incluso muchos bautizados no son verdaderos discípulos de Cristo sino que viven una indiferencia religiosa generalizada. En parte se debe a que el tema de la muerte no es algo atractivo. A muy pocos les place hablar de esas cosas y, aunque dicen creer en la vida después de la vida, desearían no tener que pasar por ese trance.
Otra actitud diametralmente opuesta a la primera la forman aquellos que se mueren en la víspera. Es decir, viven temiendo el día en que pasarán de este mundo o sufriendo solo al pensar en que sus seres queridos tendrán que morir.
Hay quienes incluso se mueren el día en que muere algún ser cercano y lo entierran 30 años después porque se empeñaron en vivir en el pasado. Fueron incapaces de reponerse ante su gran pérdida.
Pero también los hay quienes ante la muerte deciden vivir sin trabajar y sin deseos de superarse. San Pablo les invita a trabajar para vivir: “quien no trabaje que tampoco coma” (2 Tes, 3,10) Eso lo decía San Pablo a quienes de verdad creían en un pronto retorno de Jesús en gloria y pensaban que no tenía sentido esforzarse si estaba cercano el final de este mundo.
Pero el tiempo en Dios no se mide del mismo modo en que lo medimos nosotros. “Para Dios mil año es como un minuto y un minuto como mil años” (2Pe. 3,8) Por derivación aquí incluimos a quienes se han dejado llevar por la flojera; a quienes son incapaces de producir y solo esperan a recibir lo que se comen. Andan por la vida con la mano extendida esperando a que los alimenten. Son incapaces de ser proactivos y no emprenden nada que les ayude a superarse. Son quienes dependen de “papá gobierno” y esperan a que todo se lo regalen. Ayer fue un pernil que nunca llegó, hoy puede ser una bolsa de clap o una mísera pensión con la que se trata de comprar las conciencias de los electores.
La tercera de las actitudes la forman quienes procuran llevar una vida acorde con el evangelio y hacen de este mundo un pedazo de cielo que de seguro se prolongará después de la salida de él.
Aquellos que tratan de dejar el mundo mejor de cómo lo encontraron; quienes se esfuerzan por sembrar aunque jamás lleguen a ver el fruto de sus esfuerzos. Aquellos que disfrutan la vida y luchan por ser felices haciendo felices a quienes aquí tuvieron; quienes se levantan cada vez que caen y están dispuestos a perdonar y a no llevar cuenta del mal que le hicieron. Quienes practican la misericordia porque saben que Alguien la practicará con ellos llegado el momento.
Alguien dijo una vez que cuando un hombre viene a este mundo, llora mientras los demás ríen, pero hay que vivir de tal manera que cuando salgamos de él, nosotros riamos mientras que los demás lloren por nuestra partida.
Pbro. David Trujillo
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