martes, 24 de septiembre de 2019

Administradores sí, amos y señores no


En el evangelio del domingo XXV del ciclo C, Jesús nos habla en una parábola de un administrador corrupto. Son tres las ideas fundamentales de este evangelio y la primera es precisamente que todos nosotros no somos más que administradores. El único amo es Dios y es a Él a quien algún día hemos de rendir cuenta de nuestra administración.

En torno a esta idea hemos de reconocer que no todos tienen la misma responsabilidad administrativa. Es decir, hay personas de cuya administración dependen gran cantidad de seres humanos, me refiero a quienes pueden administrar un país o la misma Iglesia y otros que solo administran una familia o su propia vida.


Pero si bien es cierto que no todos tenemos la misma administración, también lo es que todos administramos algo. Puede ser nuestra vida, nuestra familia, nuestro trabajo…, todos somos administradores y a todos se nos pedirá cuenta de nuestra gestión.

Empecemos por revisar la administración de nuestra propia vida. Sería interesante preguntarnos sobre el cuidado y la atención que le prestamos a nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra alma. Aquellos que envenenan su cuerpo abusando del alcohol o consumiendo drogas; quienes no controlan sus sentimientos y se apegan a cosas de poco valor o quienes desatienden su relación con Dios no se le puede llamar buenos administradores. Hemos de entender que debemos administrar nuestra familia; la relación que se puede tener de pareja o la que se desprende de nuestros hijos o padres; nuestras amistades también son objeto de nuestra administración.


En este evangelio hay otra idea que no quiero dejar pasar. En un momento dado Jesús pareciera alabar la actitud deshonesta del mal administrador; incluso pareciera colocarlo de ejemplo y termina diciendo que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz. Esto se presta para confusión. No creo que sea ese el mensaje que se nos quiera comunicar; ya en la primera lectura del profeta Amós se nos recuerda que Dios no dejará impune al hombre injusto que se aprovecha de la desgracia del pobre.

Considero que las palabras del evangelio hay que tomarlas como un reproche a nuestra desidia o indiferencia; viene a ser una llamada de atención a quienes permitimos que los malos hagan lo que quieren o que incluso sean más ingeniosos a la hora de hacer el mal. Ciertamente que hay gente mala que lo malo lo hacen muy bien, y hay gente buena que lo bueno lo hacen muy mal. Basta con que echemos un vistazo a nuestra historia contemporánea.

La última idea tiene que ver con cuidar los detalles o que valoremos las pequeñas cosas. Es posible que muchos piensen en que no depende de ellos un cambio en las altas esferas de la sociedad. Nada más falso que eso. Somos responsables de todo cuanto ocurra en nuestra nación y en nuestra Iglesia.

Siempre hay algo que podemos hacer aunque sea pequeño. Siempre he creído en el valor de las pequeñas cosas; los pequeños gestos y las pequeñas acciones. Son las cosas pequeñas las que hacen la diferencia. El evangelio lo dice al afirmar que si no somos fieles en lo pequeño no lo seremos en lo grande.

Pbro. David Trujillo

domingo, 22 de septiembre de 2019

El amor de Dios



El evangelio del domingo XXIV del ciclo C nos regala tres de las llamadas parábolas de la misericordia. Se encuentran en el capítulo 15 de San Lucas. Yo solo comentaré las dos primeras, ya que la tercera es la parábola del Padre Misericordioso (o la mal llamada parábola del Hijo Pródigo) que todos conocemos y que amerita un trato exclusivo.


Lo primero que deberíamos de tener presente es la razón por la que Jesús dice estas parábolas. Con ellas pretende responder a quienes les critican por comer o compartir con los publicanos y pecadores. Quienes eso hacen son los fariseos y escribas y que hoy se ven representados en los puritanos o quienes se consideran “justos” (o santos) ante sí mismos por la fe que practican; los mismos que andan por esta vida señalando a los demás porque ellos se creen los perfectos e impecables.

En la parábola del Padre Misericordioso están representados por el hermano mayor que siempre ha obedecido al Padre y que no es capaz de entender el amor del Padre por el hijo pródigo que arrepentido vuelve a casa.



Las dos parábolas a las que haremos referencia son las de la oveja perdida y la de la moneda perdida. Ambas hablan antes que nada de la diligencia de Dios en buscar al que se ha perdido.

Qué difícil nos resulta entender el gran amor de Dios para con el hombre y su insistencia en buscarnos cuando nos alejamos de Él. Nos cuesta aceptar que Dios quiere mi salvación y no mi condenación y que agotará los esfuerzos por encontrarme.

Al Pastor no le importa dejar las 99 para ir a buscar a la que le falta; a la mujer no le importa tener que encender la luz y barrer diligentemente con tal de encontrar la moneda que se le ha perdido. En esa búsqueda Dios se sirve de todos las herramientas disponibles. Muchas veces hasta de las cosas desagradables que nos pasan con tal de encontrarnos.

Eso me lleva a otra gran verdad y es que de todo cuanto ocurre podemos sacar grandes provechos para crecer y acercarnos a Dios.



El otro elemento común entre las dos parábolas es la alegría en dos aspectos distintos, el primero es con la oveja que se ha extraviado. El pastor no la golpea ni la maltrata, no tiene una palabra de reproche ni es hiriente; no hay preguntas ni se piden explicaciones.

Qué distinto a la manera como yo reacciono cuando encuentro la oveja extraviada. A veces la lleno de improperios y hasta de groserías con lo cual conseguimos el efecto contrario a lo que pretendemos o al menos la excusa para que se vuela a ir. Ciertamente que aquello que no logramos con cariño, caricias y hasta con lágrimas menos aún lo conseguiremos con golpes y malas palabras.

La otra alegría es la que se comparte con los amigos y vecinos y es que la alegría para que sea auténtica debe ser compartida. Esto me lleva a otra consideración y es que vemos la tristeza que embarga a quienes, siendo miembros de la Iglesia, ven con antipatía a los que se acercan.

¿No sería motivo de alegría y regocijo ver cerca a quien ayer estaba alejado? ¿No será esa actitud parte de la razón por la que muchos se alejan de su fe? Es bueno que nos interpelemos al respecto.


Pbro. David Trujillo

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Un poco más sobre la Virgen de Coromoto

Hoy celebramos 63 años de la coronación canónica de la Virgen de Coromoto, realizada por el papa Pío XII, el 11 de septiembre de 1952. Nuestra Virgen María, en esta advocación, nos invita a iniciarnos en la vida cristiana con el sacramento del Bautismo, para darnos la bienvenida como nuevos miembros de la iglesia católica, tener la dicha de ir al cielo y no morir eternamente.


¿Quieres saber un poco más de esta advocación mariana? Aquí tienes una breve línea del tiempo:


1651- Una mañana de ese año, fue la primera aparición de la Virgen Santísima al Cacique Coromoto, dejándole el siguiente mensaje: “Vayan a casa de los blancos y pidan que les echen agua en la cabeza para poder ir al cielo”.

8 de septiembre de 1652- Fue la segunda visita de la Virgen al Cacique Coromoto, dejando en sus manos la sagrada Reliquia, que es venerada en el Santuario nacional en Guanare.

1942- El Episcopado Venezolano decretó y proclamó a Nuestra Señora de Coromoto, Patrona oficial de Venezuela.

7 de octubre de 1944- El papa Pío XII la declaró Celeste y principal Patrona de Venezuela.

11 de septiembre de 1952- a los 300 años de su aparición, fue coronada su Sagrada imagen por el Cardenal Manuel Arteaga Betancourt, acontecimiento que hoy estamos celebrando.








Pidamos a la Virgen de Coromoto que interceda por Venezuela, para que nuestro país se renueve en fe, amor y esperanza: ¡Virgen María, Santa madre de Dios, ruega por nosotros!

Te invitamos hoy a celebrar en nuestra parroquia la Solemne Misa de Nuestra Señora de Coromoto. 









Christiam Alvarez- Pastoral de Medios La Resurrección

martes, 10 de septiembre de 2019

Verdadero Discipulado


Comenzaba yo la homilía del domingo pasado con una historia un tanto particular. Se trata de un sacerdote que, en plena misa, ve entrar dos personas fuertemente armadas. Todos se quedaron viendo visiones. Pensaron lo peor…, uno de ellos le pidió al padre que le prestara el micrófono a lo que el clérigo accedió rápidamente de modo nervioso. El hombre en cuestión dijo claro y fuerte: “Quien esté dispuesto a recibir una bala por Cristo que se quede, los demás que se vayan”. Las tres cuartas partes de los presentes salieron corriendo de la iglesia; solo una pequeña cantidad se mantuvo en su sitio. Al mismo sacerdote le pasó por la cabeza salir corriendo pero pudo más la vergüenza que el instinto de conservación y no se movió. Después de la estampida el hombre le dio al señor cura: “Padre siga usted con la homilía. Estos sí son discípulos de Cristo, los que se fueron no eran más que una partida de hipócritas”. 

Este cuento viene a colación porque el evangelio del domingo XXIII del tiempo ordinario en el ciclo C nos interpela sobre nuestro discipulado. Comienza acotando que eran muchos los que caminaban junto a Jesús. No obstantes no todos eran considerados discípulos. 

Es posible que muchas de aquellas personas caminaban junto a Jesús por curiosidad. Quizás querían oír de primera mano las palabras que a otros les hacía arder el corazón. Otros lo han podido hacer porque simplemente no tenían otra cosa mejor que hacer o en qué gastar el tiempo o ya era una costumbre caminar junto al que tenía algo qué decir. Es posible que no faltaran los que tenían algún interés o bien porque deseaban curarse o deseaban que Jesús curara a un familiar. Hoy día son muchos los que “caminamos” al lado de Jesús pero no somos discípulos suyos porque no le seguimos. Es decir, no pisamos por donde él pisa. Hay quienes han nacido y se han criado en un ambiente cristiano e incluso dicen identificarse con la fe cristiana, pero no son discípulos de Jesús simplemente porque no hacen vida sus enseñanzas. 

Para ser discípulo de Jesús ciertas condiciones aplican. En este evangelio se nos hablan de dos. Tratemos de analizarlas… 

-La primera de las condiciones es que no lo antepongamos por nada ni por nadie. Es decir, por encima de Dios no pueden estar ni nuestros padres, ni familiares ni siquiera nosotros mismos. Pero entendamos una cosa: Si somos de verdad discípulos de Jesús no podríamos descuidar o abandonar a nuestros padres, parejas y demás familiares. Dios no es Alguien que se oponga a nuestros seres queridos, sino que el amor a Él implica y se refleja en ellos. Mal podría ser yo discípulo de Cristo si no cumplo con el cuarto mandamiento…, pero la exigencia de Jesús es aún más radical. 

Negarme a mí mismo significa hacer las cosas que Él me pide y preferirlas antes que las mías propias. Tiene que ver con controlar mi lengua, mi vista y mis oídos. Canalizar los sentimientos que se pueden ir albergando en mi corazón. 

-La otra condición es tomar mi cruz y seguirlo. La cruz a la que el evangelio se refiere es la que nos libera y nos hace más humano. La que consiste en eliminar de nuestros corazones los sentimientos que no son los de Cristo como el odio, la envidia, el resentimiento..., y alimentar el amor, el perdón, el servicio…, Santa Teresa de Calcuta decía: “Amar hasta que nos duela”.

Pbro. David Trujillo

martes, 3 de septiembre de 2019

La virtud de la Humildad



La palabra virtud viene del latín (vir-is) y significa esfuerzo e implica el trabajo. De ahí viene la palabra viril que hace alusión precisamente al esfuerzo físico que caracteriza al hombre. La humildad es una virtud porque no se nace con ella, sino que la adquirimos en la medida en que nos esforzamos por tenerla. Lo mismo ocurre con todas las virtudes que conocemos. 

Ahora bien, la humildad viene de otra palabra latina (humus) y hace alusión a la tierra o a la arcilla. La humildad consiste en la sencillez y pequeñez con la que hemos de vivir. Ser humildes tiene que ver con la simplicidad de vida que llevamos; con la sencillez con la que tratemos a las personas que nos rodean. 

Quizás podemos entender mejor la humildad si hablamos de su contrario que es la soberbia o el orgullo. Soberbia es creerse más que los demás; es vivir como si fuéramos perfectos o que hemos patentado la verdad. Todos se equivocan menos yo. La soberbia se relaciona con la vanidad y el orgullo. Un orgulloso no pide perdón ni reconoce que se ha equivocado y el vanidoso alardea de cuanto tiene o conoce; son las personas que se hacen pesados solo con su presencia. El defecto de la soberbia es más común de cuanto creemos; abundan los soberbios y estamos faltos de gente humildes en nuestras parroquias. 

Son tres cosas las que caracteriza a los humildes: una de ellas es la capacidad de servicio. La gente humilde es servicial. No espera ser servido, sino que busca siempre la manera de servir sin esperar nada a cambio; lo hace de una forma desinteresada. Otra característica es la utilidad. El humilde procura ser útil. No es lo mismo ser útil que ser importante. Hay quienes se esmeran por ser importantes y “ocupar los primeros puestos en los banquetes” para ser vistos y aparentar. El humilde no le interesa ser importante sino servir para algo, es decir, ser útil. La gente humilde llega a ser importante, pero solo luego de ser útil; la gente importante no siempre es útil…, la otra característica de la humildad es la capacidad de escuchar o el silencio en que vive. El humilde por lo general habla poco y lo que dice lo piensa bien. Además está atento a aprender de los demás. Para eso hace silencio en su interior y medita lo que observa. El humilde por lo general es prudente. En cambio el soberbio o engreído propaga a los cuatro vientos el “bien” que hace. Vocifera sus verdades a todo pulmón y le interesa mucho que los otros se enteren de sus obras porque le importa ser ponderado por los demás. Cuando no le agradecen lo que hace se entristece, peor aún, cuando le critican su conducta se enfurece y hasta puede mostrarse violento contra quien le adversa o contradiga. 

Hay quienes piensan que humildad es dejar que los demás hagan con nosotros lo que les plazca. Hay quienes confunden la humildad con un complejo de inferioridad; aquellos que creen o le han hecho creer desde temprano que “no sirven para nada”…, eso se llama pusilanimidad o incapacidad inducida. Un verdadero cristiano sabe que no es más que nadie, pero que nadie es más que él. La humildad no está reñida con la dignidad ni el respeto a uno mismo. El humilde se valora y se ama y ha de estar dispuesto siempre a sobreponerse en las adversidades. No importa el puesto que llegue a ocupar de poder, siempre se puede ser humilde en nuestro trato; el humilde jamás olvida sus raíces. El Papa Francisco nos ha aconsejado saludar a quienes veamos cuando vayamos de subida porque serán los mismos que veamos cuando vengamos de bajada. Aprendamos de Jesús de Nazaret que, siendo Dios no tuvo inconveniente en hacerse hombre como nosotros menos en el pecado.

Pbro. David Trujillo