Es domingo en la mañana, las mujeres se han levantado temprano para ir al sepulcro y ungir el cuerpo de Jesús con los oleos, ya que no habían podido hacerlo el viernes por la premura con la que tuvieron que llevar a Jesús al sepulcro.
Pero la sorpresa ha sido grande, la piedra que cerraba el sepulcro está movida y el cuerpo de Jesús no está, sólo están las vendas que lo cubrían. ¿Qué ha pasado? Jesucristo ha resucitado. (Mc. 16, 1-7)
Esta noticia, tan difícil de creer y comprender en su momento, se ha convertido en el fundamento central de nuestra fe. Es la esencia del kerigma cristiano: Jesús, el Hijo de Dios, que se ha encarnado entre los hombres, ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado por nuestra salvación.
Jesús, el Hijo de Dios, ha asumido la naturaleza humana en todo menos en el pecado, pero aun así ha cargado sobre sus hombros la carga de los pecados de la humanidad para con su sacrificio obtener el perdón del Padre para nosotros.
Ese mismo Jesús, que colgó del madero, ha vuelto a la vida, pero no a una vida terrenal. Ha logrado vencer a la muerte, trascenderla para volver glorificado junto al Padre.
Con su resurrección, Jesucristo nos abre las puertas de la vida eterna. Una nueva vida que trasciende lo terrenal y que nos coloca en cercanía con el Padre. Ciertamente es un camino al cual estamos llamados, una vida que va más allá de nuestra comprensión y que corresponde al plano escatológico.
Pero esa nueva vida aunque trasciende a la terrenal no prescinde de ella. Jesús ha muerto y resucitado por nosotros, por nuestra salvación. No obstante depende de nosotros que aceptemos su obra. Es desde nuestras acciones y nuestra forma de amar como respondemos a Cristo y su obra de redención.
La resurrección no es una simple fiesta que hoy nos llena de gozo y esperanza. La resurrección es la vida plena en Cristo Jesús. Es aceptar la salvación y obrar en consonancia con esa fe que profesamos que debe ser siempre idéntica a la fe de Jesús.